Relato Perturbador
- Potruño Garrovilla
- 17 oct 2017
- 4 Min. de lectura
Recogiendo tizas y desempolvando los borradores de la pizarra, la veterana Josefina se reconcomía pensando en la mierda de vida estancada que le había tocado o, más bien, que se había buscado. Porque ir a por un hijo después de nueve abortos para salvar un matrimonio apestoso es buscarse una desgracia tan grande como el orco que salió de las entrañas de la puta funcionaria.
La frustración que esto le provocaba, junto con el esfuerzo diario de aparentar una fachada progresista que parchease las ideas conservadoras que su forma de vestir delataban, hacían de ella una mujer amargada. Y para más inri, su vida sexual no se caracterizaba por ser una relación marital al uso: su extravagante marido solía recurrir, cada vez con más frecuencia, al retoño que ella tanto había ansiado para practicar los preliminares; así, abría cada orificio de aquel pequeño cuerpo aún por desarrollar y éste, cada noche, se dilataba de forma más fácil. La voz interna de la desgraciada Josefina no paraba de gritar al recordar las ocasiones en las que, en su particular juego familiar, ella era una mera espectadora. A medida que pasaba el tiempo aguantaba menos el ver cómo esa hija de puta malparida violentada por su padre le quitaba el cetro que ella tanto necesitaba para humedecer su seco y cada vez más inerte coño.
Ahora, postrada en una cama de hospital en una habitación presidida por un tipo con cara de orgasmo en una cruz, recuerda cómo sus fluidos sexuales volvieron cierta mañana al drenado cauce…
Tiempo atrás se le había encargado el adoctrinamiento de un joven macarra, que pasaría a formar parte del grupo que le habían asignado a principios de curso. Excitada, no dudó en provocarlo:
-Alumnos, escuchen: van ustedes a investigar a cerca de la socio-economía de un país del mundo a su elección y a elaborar un informe a cerca de ello – ordenó la veterana.
<<Ya está la vieja jodiéndonos la vida, puta amargada comepollas>>, se escucha, apenas imperceptiblemente entre los pupitres del fondo.
-El trabajo han ustedes de entregarlo mañana y no pienso tolerar que nadie se niegue a hacerlo.
No andaba mal encaminada al sospechar que aquel que había vuelto a hacerle empapar las bragas desobedecería; hasta podría no haberle prestado la más mínima atención, y eso no hacía sino aumentar el celo de la vieja. Por lo tanto, al día siguiente, fue directa a su encuentro:
-¿Ernesto, dónde está su trabajo?
-¿Qué trabajo? Me suda la polla esta clase, y me sudas la polla tú.
Sudor caído del miembro del despojo social; de eso necesitaba regar su melocotón convertido en pasa. Y ya se imaginaba eufórica mientras él la forzaba en su despacho, tras haberle impuesto el castigo de castigador. Tan elevada era su libido que, sin percatarse de los demás alumnos, la vieja comenzó a dejar que se le viera el plumero:
-¿Por qué no me haces el trabajo? Eres un chico alto, guapo, fuerte… Hazme el trabajo – mientras, pensaba en desinhibirse de una vez por todas y gritar “¡Házmelo por detrás, niñato! ¡Hazme sangrar por el puto coño!”
-¿Pero qué mierda de trabajo? A mí suspéndeme, que me toca los cojones lo que digas.
-¿No te gusta alguna sociedad extranjera? Te he visto por los pasillos disfrazado de cosas raras.
-Sí, los “japo”. Esos sí que saben dibujar porno, y allí las prefieren niñas – gusto que a la veterana, a la sombra de su hija en su propio lecho conyugal, sólo animaba a lanzarse a la bragueta del despojo.
-Venga, Ernesto, hazme el trabajo de Japón.
-Que no me des la brasa, ¡vieja loca! Que no lo voy a hacer – espetó en la cara de la sexagenaria, jaleado por sus compañeros a la vez que escupía al suelo.
No dudó el dinosaurio en hacer valer su autoridad y mandar a su presa al despacho, allí lo tendría solo para ella. Volviendo a su silla, esperó frotando sus labios menores, cada vez más irritados, a que la clase terminara. El fuego interno de la vieja zorra no hacía sino avivarse imaginando cómo aquel desaliñado adolescente le aplastaba la vagina con sus botas llenas de barro, para acto seguido mearle en la cara. Pero la puta se pasó de lista.
Truncado su deseo sexual al no aparecer el otro, ya no podía reprimir sus ansias de sentir algo dentro de su cuerpo, además de su dentadura postiza. De rodillas, con la falda rota y las bragas de anciana por el suelo, comenzó a introducirse la pata de una silla volcada por el ano. Quizá una nueva experiencia pudiese calmar su deseo hasta el día siguiente, y no se equivocaba. Bien le hubiera valido esta práctica si no fuese por la infección que contrajo con aquel mueble de la educación pública.
Ya en casa y desfogada, ocurrió que por primera vez en mucho tiempo, su marido, a la espera de darle a la veterana una negativa ante su habitual petición de sexo fuera del incesto, se interesó por ella al verle la cara de gozo. Y es que el pus que se extendía por su recto lo lubricaba de tal manera que Josefina no podía parar de restregar el orto contra toda superficie puntiaguda en la que reparase, con el objeto de darse un nuevo e inimaginable placer.
Sorprendido ante tan extraña situación, sacó su falo de la boca de la hija -a pocos segundos de asfixiarse- y levantó a su arrugada mujer para que ésta le montase. En un ataque de éxtasis, embistió tan fuerte que le rompió la cadera. No le importó ver cómo ella se estremecía gritando de dolor, pues volvió a embestir una y otra vez.
Ahora, postrada en la cama, se lamentaba de no haberle puesto un preservativo a aquella pata de silla. La infección del recto se había extendido al romperse éste, y había afectado a órganos vitales. Respirando de forma artificial y con una tetraplejía que sólo le deja ensimismarse en sus pensamientos más húmedos, aún espera a que ese estudiante aparezca para poner fin a su vida con una mamada mortal que le prive del aire necesario para respirar.
Potruño Garrovilla
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